jueves, 7 de octubre de 2010

Historias de la ciudad I. La Neurosis.


A veces camino sin pensar a dónde voy.
En ese periodo de tiempo y espacio enajenado, que no pertenece a nadie ni sirve para nada, me pregunto, ¿a qué huelen las nubes? ¿A qué huelen las cosas que no huelen? Entonces recuerdo que eso es de un anuncio de compresas y que yo, para bien o para
mal, y por uno de esos caprichos del destino, no soy mujer, ni comparto mi día a día con una mujer, por lo que las compresas me importan bastante poco. Que no digo yo que no terminen por importarme cuando, en un momento indeterminado del futuro, mi hija preadolescente se haga mujer. Pero hoy por hoy, no son mi mayor preocupación.

De manera que sigo mi camino y trato de fijar la atención en otras cosas. Un hombre mayor pasa por mi lado y su apariencia, frágil y extraña, atrae mi mirada. Camina encorvado, casi arrastrando a duras penas su frágil cuerpecillo.


Viste ropas anchas que le transmiten cierto aire de abandono. Los ojillos, hundidos en sus cuencas como refugiados en dos cuevas profundas y oscuras, parecen huir quién sabe de qué, perdidos en otros momentos y otros lugares. Ya transmite una sensación de tristeza tan profunda y contagiosa que es inevitable no dejarse ganar por la compasión, no era necesario, visto lo visto, ir a fijarse en el casco de ciclista con el que se cubre la cabeza.


Ese pequeño elemento, totalmente fuera de lugar, añade un punto de absurdo y de locura que convierte algo anecdótico, quizá entrañable, en desolador. Uno no puede evitar pensar en las visicitudes de su vida, en los motivos que le llevaron a cubrirse con un casco de ciclista, quizá al suceso que le hizo perder la cordura y verse sumido para siempre en tan profunda soledad que camina junto a él, pegada a su cuerpo como una sombra.

Imagino a un hombre joven y a una mujer que, por suerte o por desgracia, lo deja demasiado pronto. Imagino hijos fríos y distantes. Imagino un piso pequeño y oscuro. Miles de posibilidades que tienen en común una existencia gris y solitaria. Y un casco de ciclista que resulta ser la única protección posible contra los golpes de la vida.Me pregunto si algún día quizá termine yo caminando con un casco de ciclista en la cabeza y, de pronto, ya no tengo más ganas de caminar sin mirar a dónde voy. Necesito una dirección. Un sentido.

Entonces el anciano se detiene junto a una bicicleta, donde le espera un hombre joven que sostiene la suya propia. El hombre joven lo recibe con cariño, le da un beso y le ayuda a abrir el candado que la sujeta a la farola. Luego lo ayuda a montar y ambos desaparecen lentamente en la distancia.

Y yo me quedo con cara de tonto y una sonrisa en los labios.
Definitivamente, le doy demasiadas vueltas a las cosas.

1 comentario:

Sawwyer dijo...

Al menos te sentirias reconfortado de seguir viviendo en un mundo donde un casco de bici es un casco de bici y no una metafora del cansacio de los golpes que da la vida...