Ando en estos días leyendo a Borges.
El caso es que en uno de los cuentos que incluye en El Aleph, Historia del Guerrero y de la Cautiva, relata la historia de un guerrero del siglo VI que me ha conmovido intensamente. En un principio pensé que la historia era una fabulación, una invención del autor. Luego, investigando un poco, ha resultado ser cierta, y es aquí cuando no me he resistido a compartirla con vosotros.
El pringao de Trock, dándoselas de intelectual y comprendiendo que, en verdad, no entiende nada de lo que está leyendo.
Veréis. Allá por el siglo VI, cuando ya el Imperio Romano de Occidente era poco menos que un recuerdo, un grupo de guerreros longobardos se adentraron en las tierras de Italia sin más ánimo que el saqueo. Su senda de destrucción los llevó hasta las puertas de Rávena, última capital del defenestrado Imperio Romano. Entre ellos caminaba Droctulft, uno más entre los sanguinarios longobardos, fiel a sus creencias y a su tribu. Sin embargo, cuando Droctfult llegó a las puertas de la ciudad y la contempló en toda su majestuosidad, un cambio tuvo lugar en él.
Algo así debía ser nuestro buen guerrero bárbaro.
Repentinamente, como habiendo experimentado una epifanía, decidió en pleno asedio defender hasta la muerte la ciudad que antes quisiera destruir. Luchó hasta la extenuación y con tanto celo que, cuando cayó, los habitantes de Rávena lo enterraron con honores propios de un héroe.
Rávena, la ciudad que hizo ver la luz a Droctulft y que no visitamos en nuestro periplo italiano.
Ya está. Esta es la historia. No hay más. Seguramente, algunos no dudaréis en tacharlo de traidor. Y, objetivamente hablando, lo era. Pero no es eso lo que resulta emocionante de la historia de Droctulft. Lo que sorprende es que, al intentar comprender aquello que motivó al bárbaro, uno termina por darse cuenta de la verdadera dimensión de su descubrimiento. Droctulft, antes las puertas de Rávena, no se rindió a la belleza de la ciudad. Aquel hombre, hecho a las crueldades de la vida nómada y del saqueo constante, apegado a una visión del mundo limitada a sangre, fuego, madera y barro, descubrió de pronto la magnitud del mundo. Del universo si se quiere. De pronto comprendió que aquella ciudad era obra de una inteligencia que le sobrepasaba y que era un monumento a la grandeza humana, a la amplitud del mundo. Destruir la ciudad era cerrar las puertas a una visión mucho más amplia de la humanidad.
De alguna manera, Droctulft quiso dejar de ser un bárbaro para convertirse en hombre. Eso es lo que emociona de su historia que, a fin de cuentas, como la ciudad, se erige como un reflejo de la verdadera voluntad del ser humano: la de romper las propias cadenas y tratar siempre de ser mejores.
Y ahora, para no aburrirnos, una alegre tonada que viene al pelo. Se despide:
Trock.
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