Soy profesor, eso lo sabéis todos.
Así que tampoco debe ser muy sorprendente el hecho de que ahora mismo esté de vacaciones. Ya me sé la cantinela: hay que ver los profesores, que poco trabajáis y blah, blah, blah...Desde luego, no voy a ser yo el que me queje.
Dos profesores dando el callo en una jornada normal.
El caso es que, para bien o para mal, y por los caprichosos designios de la dispersión territorial, este año he ido a dar con mis académicos huesos en Málaga. Y allí, dios sabe por qué, en pleno febrero hay una semana sin clases. La semana blanca, que le llaman. No es que este año ande yo sobrado de tiempo, y las vacaciones no es que estén siendo propiamente unas vacaciones, pero he descubierto que actualizar el blog me proporciona el respiro mental que necesito. Así que aquí estoy, a punto de contar, para cambiar un poco la dinámica común de este sitio, cómo llevo la semana blanca.
Y a mí qué, podría pensar alguien. Y estaría en su derecho, pero como figuro entre los titulares del blog, me da exactamente igual lo que penséis. Es decir, si estáis leyendo esto es porque queréis, así que al que no le guste que no lo lea.
Veréis, en lo que llevamos de semana, he vivido, al menos, cuatro de las experiencias más bizarras de mi vida. Y que sean bizarras no las eximen de haber sido disfrutables. Que lo han sido. Y mucho. Es solo que han sido eso, raras. Fuera de lo común.
En primer lugar, un viaje a Madrid. Viaje de estudios. Con chavales de Segundo de Bachillerato. O debería decir con chavalas y algún que otro chaval de Segundo de Bachillerato. Quien hablara conmigo en los días previos al viaje sabe que no lo encaraba con placer, precisamente. Pero a posteriori ha resultado ser una experiencia más que agradable. De hecho, lo pasé genial. Y lo bizarro del asunto viene del por qué. O del quién, mejor dicho. Porque si lo pasé tan bien fue gracias a un grupo de alumnos realmente increible: divertidos, inteligentes y maduros (demasiado maduros, quizá, espero que no les pase factura en el futuro). Puede que sea por mi relativa inexperiencia, pero desde luego, nunca pensé conectar tanto con ningún alumno. De cualquier manera, hoy por hoy me siento muy orgulloso de ser su profesor. Además descubrí la estatua del Ángel Caido, en pleno Parque del Retiro, cuya existencia desconocía. La única escultura dedicada al Diablo que se conoce en el mundo, situada exactamente a 666 metros del nivel del mar. Curioso cuando menos.
El Ángel Caido . Como mola.
Claro que el viaje también trajo cosas malas. Entre ellas, la sensación de vacío que me queda siempre que doy por finalizada estas excursiones. Supongo que es diferente con quienes tienen a alguien que les espere. Pero dado que, hoy por hoy, no me cuento entre ellos, cuando la cosa termina y vuelvo a casa me doy de bruces contra la soledad y me embarga una curiosa melancolía. Hace poco vi una entrevista a Jon Bon Jovi en la que decía que lo peor de su trabajo era volver a la habitación del hotel, completamente solo, tras haber estado rodeado de de miles de personas gritando como condenados. Dios me libre de compararme con una estrella del Rock, pero creo que puede ser un ejemplo parecido. Tres días de gritos, risas, cantos, y de sentirte, en cierta manera, como el hermano mayor de tantas personas (porque lo de padre aun me queda muy lejos), y después la soledad. Es, cuando menos, raro. Tanto como para hacer cosas igualmente raras. Como coger un tren y llegar a Sevilla con el tiempo justo de ser recogido por NvN y acudir al estreno de la obra de teatro de una amiga. Pero eso es otra historia que contaré en el siguiente post.
Ahora os dejo con Medina Azahara y Así es Madrid, que viene al pelo para ilustrar el post. Os quiere:
TROCK
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