lunes, 6 de octubre de 2008

El rincón moña: La Danza de los Olvidados IV.

Bueno, como esto sigue muerto, yo a lo mio. Si os gusta bien, y si no, también.

La vida parecía llamarme a gritos desde los cristales y, sin poder resistirme, di mis primeros pasos en la estancia. Al son de aquella música apacible y sin estridencias, cientos, miles de personas parecían celebrar la certeza de saberse seguros, sin la sombra de extraños quiebros que despertasen miedos o prejuicios, sin ninguna mirada, ni tan siquiera las suyas propias, a la que otorgarle la potestad de ser juez o jurado. No diré que mi corazón saltara de regocijo al haber encontrado al fin un sitio donde calentarme del frío dejado por la lluvia en mi alma. Pero tampoco puedo negar el anhelo que pugnaba en mi interior por aceptar la protección del abrazo de aquella promesa de anonimato.
La sala era tan grande, si acaso aquella pudiera reducirse a los estrechos marcos del mundo físico, como la misma vida. Como cientos de ellas. Como todas las que cobijaba entre sus paredes. Y cada una de ellas parecía sumida en el éxtasis de un regocijo embriagador. Grupos diseminados por toda la sala mantenían la algarabía siguiendo el ritmo de alegres conversaciones, mientras el resto se dejaba llevar en parejas por aquella melodía hipnótica.


Era como si, llevados por su contagiosa nostalgia, todos los allí presentes evocasen momentos de gloria pasada y rindieran pleitesía a esos años con una danza lenta y perfectamente diseñada, sin lugar a la improvisación que arruinase la armonía de movimientos. Yo, por mi parte, anhelaba perderme en aquel bullicio, formar parte de las conversaciones, hacerme uno con la música hasta alcanzar el éxtasis en la seguridad de mis recuerdos. De alguna manera, si la casa transmitía la sensación de propia de un hogar, aquella gente, aquel caos de vidas actuando de acuerdo a sus propias reglas herméticas, reclamaba mi presencia entre ellos con la inflexibilidad y el cariño de una familia. Allí dentro, entre ellos, la lluvia perdía para siempre cualquier poder. Su persistente repiqueteo, constante e imprevisible a un mismo tiempo, se estrellaba contra el muro impenetrable de aquella algarabía. El frío de su tacto, gélido como el sabor de la distancia, se derretía ante el calor de la cercanía casi involuntaria de los cuerpos. Y llevado por mi anhelo, por la nueva sensación de estar a salvo, resolví formar parte de tal unidad.



Lo primero en llamar mi atención fue la ausencia de un origen visible para la música. Quizá el mar de cabezas se superponía a una posible visión del mismo, pero lo cierto es que me invadía la certeza de que aquellas notas flotaban de manera natural en la atmósfera del lugar, como si se resultasen ser esa misma atmósfera. Armonía y melodía se esparcían en el aire como un aroma impregnándolo todo de un perfume irresistible y evocador, tanto que, al sentirlo, mi mente se vio conquistada de nuevo por la dulce compañía de la melancolía cuando los recuerdos se extienden como una red por el alma claros pero inalcanzables. Placenteros pero hirientes. Cuando quise darme cuenta, mis ojos se habían bañado en lágrimas y, desde entonces, todo cuanto vi quedó velado por tan frágil y cristalina superficie. Por eso, en un primer momento, intenté no dar demasiado crédito a la dispar configuración de los grupos. Luego, la evidencia se hizo ineludible, y la desconcertante situación me mostró gente vestida de modo extraño, como si, siguiendo alguna de aquellas reglas propias, remedaran la vestimenta de los más diversos momentos históricos y realidades sociales. Y como elemento igualitario dentro de esa heterogeneidad, cada rostro se hallaba cubierto por una máscara similar en todas y cada una de las caras.

Era blanca por entera y tan solo presentaba un trazo negro que de manera sencilla trataba de imitar una sonrisa, manifestación única de la boca humana. Mas poco de humano podía rastrearse en aquel rasgo, único en la pálida superficie desprovista incluso de ojos. Visto desde fuera yo, que había visto y experimentado la verdadera alegría, encontraba en aquella forzada representación cierto matiz siniestro, casi grotesco. Pero lo cierto es que era aquel un detalle menor incapaz de empañar mi anhelo. A fin de cuentas, toda aquella parafernalia resultaba adecuada inmerso en aquel mar de nostalgia desbocada. ¿Qué mal había en tratar de evocar aquellos tiempos que más felices nos hacían? ¿Por qué no convertir la vida en lo que siempre quisimos que fuera?


Casi sin percibirme de ello, pronto me encontré rodeado de uno de aquellos grupos. Sintiéndome observado por la inexistente mirada de aquellos rostros de pálido anonimato, pude sentir una aceptación inmediata y sin reservas, tan espontánea como para hacer brotar los pequeños recelos de todo aquello que llega con demasiada facilidad cuando lo contrario constituye nuestra más arraigada costumbre. La fría blancura de aquellos rostros incógnitos confundía mi mente y parecía sumirlo todo a mi alrededor en un profundo sin sentido.

De pronto la misma realidad pareció vestir una de aquellas máscaras de artificial sonrisa y, aunque el murmullo de la conversación llenaba mis oídos como un torrente impetuoso, las palabras escapaban a mi entender entre una maraña de sonidos superpuestos. Y mientras más forzaba la atención, más parecía ocultarse el significado de frases que nunca llegaban a pronunciarse, a la vez que una desasosegante sensación de vértigo se adueñaba imparable de mi alma. La insistencia del ensordecedor murmullo apagaba incluso la omnipresencia de la música y convertía el mundo a mi alrededor en un proceloso mar de pálido y anónimo oleaje que iba y venía con insoportable insistencia, exigiéndome respuestas a preguntas sin formular e invitándome a reír por bromas que nunca existieron. Azotado por una virulenta tormenta comencé a perder cualquier sentido de la realidad. De mi mismo.

Y entonces, una mano femenina salvó mi vida como una nereida a un marinero hundido.


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