Las escaleras me llevaron a un nuevo pasillo, conducto entre sueños sin soñar, iluminado con la misma luz tenue y lánguida, de alguna manera acogedora, toda la necesaria para resaltar la verdad de aquel lugar, pero irresistiblemente descorazonadora, anhelante del influjo capaz de hacerla resplandecer por completo. Como todo cuanto la monotonía de lo cotidiano albergaba, me dije.
El pasillo era largo y tan profusamente decorado que apenas parecía quedar hueco entre todos los ornamentos para que existiese nada más. Ni tan siquiera el aire. Al mirarlos casi podía sentirse una especie de asfixia leve pero persistente, una imprecisa necesidad de romper tan uniforme abigarramiento pero, al mismo tiempo, un miedo atroz al vacío de la nada. A encontrarse de pronto ante una superficie plana y anónima, esperando a ser completada por quien no tiene nada que aportar.
Velados por la voluble llama de la trémula luz, la densa sombra de los adornos casi parecía bailar al son de la música, extendiendo por toda la pared la mancha negra e impenetrable que formaban las siluetas de los objetos al rozarse. De alguna manera parecían querer ocultar su presencia a cuantos quisieran mancillar el secreto de su intimidad desde cualquier ángulo posible. Pero cuando la luz cambiaba y la mancha se deslizaba hacia otro lado, quedaban desnudos y vulnerables, exponiendo a miradas que no debían mirar pedazos de vidas que les eran ajenos.
Ominosos y sencillos. Grandiosos y vulgares. Piezas de caza, aperos de labranza, trofeos, fotografías o retratos: recuerdos que, pegados unos a otros, parecían flotar sin soporte aparente, como persistentes presencias de existencias empeñadas en no abandonarse al olvido. Entonces, cuando se revelaban sus secretos, lo llenaba todo un lamento desconsolado, desesperanzado y descorazonador, asfixiante y cargado de la malsana tristeza que rodea a todo cuanto sigue siendo aun cuando ya debía haber dejado de ser.
A la luz de aquellos trozos de memoria, la música adquiría un matiz menos dulce y más desesperado, más propio de una marcha fúnebre. De una visita al cementerio, en lugar de un regreso al hogar. Y aunque yo trataba de serenarme (¿no ha de ser el cementerio, a fin de cuentas, el hogar definitivo de todos nosotros?), algo en mi interior rechazaba el sonido antinatural de aquel tormentoso llanto, incómodo como los ayes de las plañideras en un entierro extraño.
Me esforcé por dejar atrás tan desconcertante paseo y, al concentrarme en la música (creciente como la certeza de la muerte que ronda), descubrí un murmullo descontrolado y persistente. Entonces, la tenue luz dibujó un recodo a la derecha y el hueco de una puerta acristalada se recortó en la pared filtrando por los casetones transparentes el sonido y la visión de una vivaz celebración capaz de imponerse al lúgubre lamento del pasillo.
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