lunes, 6 de octubre de 2008
El rincón moña: La Danza de los Olvidados V.
Tomándome por la cintura, me arrancó con suma delicadeza de la vorágine y ambos nos deslizamos a un mundo nuevo entre el son manso y rutinario de la música. A ritmo de vals, tan familiar melodía susurraba al oído cantos de épocas pasadas, de gloriosos momentos y sublimes vivencias. De alguna manera, se nutría de mis memorias más íntimas y queridas, incluso de aquellas que, de tan débiles, parecían perdidas ya para siempre pero que al arrullo de la danza recobraban su fuerza y brillaban tan hermosas y cercanas como el mismo día de su concepción. Y era tal la fuerza de aquella música que, por momentos, el presente parecía desdibujarse, revistiendo la incertidumbre de lo que aun está por llegar con los conocidos colores de lo ya vivido, la seguridad de lo que no puede variarse. Mas, por encima de todo aquello, se imponía el sensual tacto de mi compañera, tentador como solo puede serlo el pasado, y aunque también su rostro se ocultaba bajo la pálida máscara, y su vestido propio de otras épocas ocultaba gran parte de su figura, yo desee desentrañar el misterio. Quise mantenerme unido al momento.
Quizá la fijeza de mi mirada, o el repunte de lujuria en ella adivinada, fue motivo suficiente para hacerla hablarme. Quizá fueron singulares sentimientos los que expresó su boca. Pero yo era incapaz de oir nada. No era la música. Tampoco la barrera de la máscara o el frenesí de la danza. Una vez más las palabras evitaban tomar forma determinada, como si al hacerlo tomaran una consistencia o una relevancia que ya no les pertenecía. Como si hubieran sido pronunciadas antes incluso de hacerlo. Una vez más, la misma masa informe capturaba mis oidos para imponerse a todo, incluso a la música o el vivo tapiz de mis recuerdos. El desasosiego volvía a extenderse como una mancha por mi alma y el vértigo comenzaba a restarle sentido a todo. Y yo, resuelto a terminar con tan macabra broma, arranqué la máscara de la cara de la mujer solo para desear no haberlo hecho nunca.
La danza murió de golpe.
La música se interrumpió de manera abrupta, ofendida por un atentado contra las leyes que regían su mundo.
Y el presente se hizo terriblemente real.
Solo en mitad de la inmensa sala, tan grande como la misma vida, acosado por el fantasmal silencio de miles de acusadoras miradas, me vi obligado a enfrentar la verdad revelada ante mi con la fuerza ineludible del mismo hecho de la muerte. La cara de la mujer, desnuda de cualquier disfraz, escupía a mis ojos la realidad más terrible e innegable. El terror de la verdad más pura. Era un rostro aterrador. Cruel. Como el resultado de una macabra broma. La cuenca de sus ojos, vacía y oscura como el mismo futuro. La boca, contenida para siempre en una mueca de falsa serenidad, cerraba el paso de las palabras con los labios fundidos en una amalgama irreconocible de carne y sangre derretidas como la verdad que se calla por ser demasiado dolorosa. Grietas supurantes de un pasado muerto surcaban su piel ajada y mortecina, pintada de un blanco impuro, antinatural, como si más que ese color fuera la ausencia total de cualquier otro. Como el reflejo de un fantasma apegado al lugar y el momento al que ya no pertenece. Toda su presencia destilaba un hedor repulsivo y pútrido, propio de una muerte permanente. Y ante la visión de su rostro, todo parecía cobrar un aire distinto, como si el mismo contacto de aquella piel con la atmósfera sirviera para desvestirla y hacer aparecer su verdadera y enrarecida cara.
Repentinamente, todo pareció surcado por un maliciento hálito. Las paredes de aquella casa perdían su color para dejar paso a una nostalgia obstinada y grotesca. Casi demente. Nada ajeno a lo ya vivido parecía tener cabida entre sus contornos. Y más que un santuario, el edificio se reveló como un panteón. Una tumba colectiva consagrada a todo cuanto ha dejado de existir y se empeña en seguir haciéndolo. Ni tan siquiera la misma muerte tenía lugar entre sus paredes, porque esta no es si no un paso hacia delante. Hacia lo inesperado. Allí, sin embargo, todo parecía estancado como en un pantano cubierto de inmundicias.
Horrorizado traté de buscar respuestas en mi mente en un último intento de eludir la verdad. Como un desquiciado me afané en desvelar todos y cada uno de aquellos rostros, en encontrar una sola prueba de que nada de aquello era real. Porque nada hay más difícil de asimilar que nuestro propio error. Pero todo fue inútil. El destino se empeñaba en hacerme mirar de frente la dolorosa realidad enmarcada en el abismo insondable de miles de huecas y oscuras miradas, en el silencio de aquellos labios sellados. Y entonces, el horror dejó paso a una desesperación casi infinita al comprender que no tenía más salida que yacer allí, como un muerto en vida, bailando estático durante toda la eternidad como uno más de aquellos condenados a la eterna cárcel del recuerdo.
Uno de ellos alargó su mano y agarró con fuerza mi garganta haciendo que respirar resultase un trámite doloroso y casi despreciable. Otra mano aferró sus dedos a mi cabeza y uno más de aquellos seres malditos se acercó lentamente hacia mí, como el futuro que se arrastra cuando nos resistimos a abrazarlo, invitándome formalmente a formar parte de tan macabra celebración de la falta de vida. Y cuando su pretérito tacto apagó cualquier visión de mis ojos, antes de que comenzara a tirar de ellos para dejarme sin más vista que la memoria, lloré como un niño al escuchar en la lejanía el reclamo insistente de la lluvia. Ahora su rugido furioso se asemejaba más a las palabras que, en boca de un amigo, asustan y hieren por ser la verdad. Ahora, su tacto húmedo y frío parecía ser lo único capaz de limpiar mi piel sucia de ayer.
Entonces, reaccioné.
Un grito preñado de rebeldía brotó de mi corazón con la fuerza de una erupción y aquel ser, asustado, retiró sus manos de mi piel. Temerosos ante mi inesperada reacción, mis captores aflojaron su presa y yo me sacudí sus manos como quien se sacude el polvo de la ropa, resistiendo las nauseas que pugnaban por romper en mis entrañas. Los seres, gobernados por un terror ciego e irracional, casi incomprensible, comenzaron a retirarse como pájaros en desbandada, temiendo el más mínimo contacto con mi cuerpo. Corrí sin preguntarme nada, deseoso de dejar atrás el vacío de sus huecas miradas. Dejé atrás el fantasmal pasillo, me deslicé como un demente por la marea de escaleras y al fin, sin recordar si quiera haber llegado a la puerta, me encontré fuera.
La lluvia resbalaba por mi piel y su canción me resultó entonces reconfortante. Dulce y alegre como la promesa de un nuevo amanecer. Dejé que los fríos dedos refrescaran mi piel y caí de rodillas como un fiel arrepentido, queriendo llenarme por entero de ella, dejarla penetrar hasta por los poros de mi piel y limpiar mi interior para liberar al verdadero hombre que yo era. Al fin me puse en pie y volví la mirada. La casa había desaparecido. En su lugar, una calle resplandeciente, perlada de gotas de agua que pintaban un retrato del cielo en las aceras, me invitaba a seguir caminando. Comencé a andar acompañado por las historias que las gotas susurraban alegres en mi oido y comprendí entonces que no quería huir más.
En algún lugar, ella me esperaba.
Y yo quería invitarla a mojarse conmigo.
El rincón moña: La Danza de los Olvidados IV.
La vida parecía llamarme a gritos desde los cristales y, sin poder resistirme, di mis primeros pasos en la estancia. Al son de aquella música apacible y sin estridencias, cientos, miles de personas parecían celebrar la certeza de saberse seguros, sin la sombra de extraños quiebros que despertasen miedos o prejuicios, sin ninguna mirada, ni tan siquiera las suyas propias, a la que otorgarle la potestad de ser juez o jurado. No diré que mi corazón saltara de regocijo al haber encontrado al fin un sitio donde calentarme del frío dejado por la lluvia en mi alma. Pero tampoco puedo negar el anhelo que pugnaba en mi interior por aceptar la protección del abrazo de aquella promesa de anonimato.
La sala era tan grande, si acaso aquella pudiera reducirse a los estrechos marcos del mundo físico, como la misma vida. Como cientos de ellas. Como todas las que cobijaba entre sus paredes. Y cada una de ellas parecía sumida en el éxtasis de un regocijo embriagador. Grupos diseminados por toda la sala mantenían la algarabía siguiendo el ritmo de alegres conversaciones, mientras el resto se dejaba llevar en parejas por aquella melodía hipnótica.
Era como si, llevados por su contagiosa nostalgia, todos los allí presentes evocasen momentos de gloria pasada y rindieran pleitesía a esos años con una danza lenta y perfectamente diseñada, sin lugar a la improvisación que arruinase la armonía de movimientos. Yo, por mi parte, anhelaba perderme en aquel bullicio, formar parte de las conversaciones, hacerme uno con la música hasta alcanzar el éxtasis en la seguridad de mis recuerdos. De alguna manera, si la casa transmitía la sensación de propia de un hogar, aquella gente, aquel caos de vidas actuando de acuerdo a sus propias reglas herméticas, reclamaba mi presencia entre ellos con la inflexibilidad y el cariño de una familia. Allí dentro, entre ellos, la lluvia perdía para siempre cualquier poder. Su persistente repiqueteo, constante e imprevisible a un mismo tiempo, se estrellaba contra el muro impenetrable de aquella algarabía. El frío de su tacto, gélido como el sabor de la distancia, se derretía ante el calor de la cercanía casi involuntaria de los cuerpos. Y llevado por mi anhelo, por la nueva sensación de estar a salvo, resolví formar parte de tal unidad.
Lo primero en llamar mi atención fue la ausencia de un origen visible para la música. Quizá el mar de cabezas se superponía a una posible visión del mismo, pero lo cierto es que me invadía la certeza de que aquellas notas flotaban de manera natural en la atmósfera del lugar, como si se resultasen ser esa misma atmósfera. Armonía y melodía se esparcían en el aire como un aroma impregnándolo todo de un perfume irresistible y evocador, tanto que, al sentirlo, mi mente se vio conquistada de nuevo por la dulce compañía de la melancolía cuando los recuerdos se extienden como una red por el alma claros pero inalcanzables. Placenteros pero hirientes. Cuando quise darme cuenta, mis ojos se habían bañado en lágrimas y, desde entonces, todo cuanto vi quedó velado por tan frágil y cristalina superficie. Por eso, en un primer momento, intenté no dar demasiado crédito a la dispar configuración de los grupos. Luego, la evidencia se hizo ineludible, y la desconcertante situación me mostró gente vestida de modo extraño, como si, siguiendo alguna de aquellas reglas propias, remedaran la vestimenta de los más diversos momentos históricos y realidades sociales. Y como elemento igualitario dentro de esa heterogeneidad, cada rostro se hallaba cubierto por una máscara similar en todas y cada una de las caras.
Era blanca por entera y tan solo presentaba un trazo negro que de manera sencilla trataba de imitar una sonrisa, manifestación única de la boca humana. Mas poco de humano podía rastrearse en aquel rasgo, único en la pálida superficie desprovista incluso de ojos. Visto desde fuera yo, que había visto y experimentado la verdadera alegría, encontraba en aquella forzada representación cierto matiz siniestro, casi grotesco. Pero lo cierto es que era aquel un detalle menor incapaz de empañar mi anhelo. A fin de cuentas, toda aquella parafernalia resultaba adecuada inmerso en aquel mar de nostalgia desbocada. ¿Qué mal había en tratar de evocar aquellos tiempos que más felices nos hacían? ¿Por qué no convertir la vida en lo que siempre quisimos que fuera?
Casi sin percibirme de ello, pronto me encontré rodeado de uno de aquellos grupos. Sintiéndome observado por la inexistente mirada de aquellos rostros de pálido anonimato, pude sentir una aceptación inmediata y sin reservas, tan espontánea como para hacer brotar los pequeños recelos de todo aquello que llega con demasiada facilidad cuando lo contrario constituye nuestra más arraigada costumbre. La fría blancura de aquellos rostros incógnitos confundía mi mente y parecía sumirlo todo a mi alrededor en un profundo sin sentido.
De pronto la misma realidad pareció vestir una de aquellas máscaras de artificial sonrisa y, aunque el murmullo de la conversación llenaba mis oídos como un torrente impetuoso, las palabras escapaban a mi entender entre una maraña de sonidos superpuestos. Y mientras más forzaba la atención, más parecía ocultarse el significado de frases que nunca llegaban a pronunciarse, a la vez que una desasosegante sensación de vértigo se adueñaba imparable de mi alma. La insistencia del ensordecedor murmullo apagaba incluso la omnipresencia de la música y convertía el mundo a mi alrededor en un proceloso mar de pálido y anónimo oleaje que iba y venía con insoportable insistencia, exigiéndome respuestas a preguntas sin formular e invitándome a reír por bromas que nunca existieron. Azotado por una virulenta tormenta comencé a perder cualquier sentido de la realidad. De mi mismo.
Y entonces, una mano femenina salvó mi vida como una nereida a un marinero hundido.