martes, 30 de septiembre de 2008

El rincón moña: La Danza de los Olvidados II.

Y seguimoooooos... Puede que se haga un poco pesado, pero es que estoy intentando crear una atmósfera, leñe:

Embriagado por el renovador abrazo de la penumbra, mi mente discurrió por senderos alejados de aquella lluvia. Todo a mi alrededor parecía cerrarse en un suave y amoroso abrazo, y con una brillante sonrisa, aquel nuevo mundo parecía dar la bienvenida al hijo pródigo. De alguna manera me sentí reconfortado, cobijado en un sitio seguro y familiar, un hogar alejado de todo cuanto es frío y desconocido. Me hallaba en un pasillo ancho y extenso, un zaguán abovedado de paredes vestidas con el intenso calor de mármoles rojos. De cuando en cuando, una inmensa hornacina horadaba la pared y daba cobijo a la blanca figura de alguna estatua oculta tras un manto de segura e impenetrable oscuridad. Ninguna lámpara colgaba del alto techo (o al menos eso parecía al tratar de alcanzar con los ojos la indescifrable altura oculta tras un velo de negrura, como el pico de una montaña tras densos nubarrones), y ninguna ventana dejaba filtrar luz alguna del exterior, dando la impresión de que todo cuanto era necesario en aquel lugar se resumía en su propio recogimiento. Nada ajeno a si mismo podía quebrar tan inmensa quietud, protectora y recogida como un santuario a la intimidad del vientre materno.
Allí dentro, la lluvia no era ni tan siquiera un recuerdo, solo una sombra del mismo. Pero tan feroz era su amenaza, tan ominosa la cercanía de su presencia, que el pánico tomó mi alma sin resistencia y corrí a lo largo del pasillo, buscando adentrarme allá donde se diluyese la influencia de un mundo creado para aterrarme. Pronto, una esperanza me alcanzó desde el final de la estancia en la forma trémula y tenue de una débil llamarada, una pálida luz que se acercaba imparable como la consecuencia de una verdad o una mentira ineludible. Sentí por fin su tibio tacto recorriendo mi cuerpo con dedos de mujer cautivadora, capaz de dormir el dolor de las heridas al son de una melodía triste y dulce a un mismo tiempo, melancólica como una vuelta a casa: memoria de fracasos y derrotas, promesa de descanso y armonía. La misma voz femenina, sensual e irresistible, me habló desde lo más profundo de mi mismo, estremeciendo cada órgano de mi cuerpo, haciendo imposible resistirse a su llamada, y sin recordar haber dado un solo paso, me encontraba en un amplio recibidor tan lujoso como la había sido el zaguán.





Frente a mi descendía de lo alto una escalera derramada con la suavidad de las olas al besar la orilla, trayendo sobre su lomo, cual velero confiado y temerario, aquella música incesante, más presente si cabe que en la anterior habitación. Y aunque era lo suficientemente fuerte como para dejar atrás la sombra de la lluvia, aun podía sentir su furioso rugido tras la puerta, reclamando con ira la presa arrebatada de sus fauces. Debía yo seguir huyendo de ella. Debía escapar para siempre a su inconstante influencia y entregarme a la reconfortante monotonía de aquella voz y aquella música casi invariable, pero tan irresistible que abandoné mi voluntad a su ritmo y entregué mi corazón a las palabras, dejándome arrastrar sobre las olas como un marinero atraído por el canto de las sirenas. ¿Contra qué implacable arrecife iría a estrellarme yo?

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