No podéis imaginar la noche que hace hoy aquí.
Temiendo que al final Alozaina se lleve un pedazo de mi corazón más grande de lo que esperaba, reconozco que la primavera embellece de manera espectacular a este pueblo. Hoy, sin ir más lejos, corre una brisa de esas tan típicas del mes de Abril. Fresca y alegre. Una de esas que parecen renovar el mundo a su paso y hacen que todo parezca posible. Como cantara Van Morrison en su Moondance, hoy es una de esas noches perfectas para un romance.
O, si estuviéramos en otros tiempos, para sentarse al aire libre y contar historias. Bueno, aunque bien pensado, no hace falta trasladarse a otro tiempo. Hoy en día podría hacerse sentado en una terracita y con una cerveza en la mano.
Por eso hoy traigo algo especial. Imaginad que es una de esas noche y que nos reunimos para contarnos historias. Yo os voy a contar una que escribí hace ya dos años. Desde entonces mi estilo ha cambiado un poco. Escribo mejor, creo, pero este relato en concreto me sigue gustando mucho. Es breve, pero demasiado largo para ser colgado de un tirón, así que lo voy a dividir en varias entregas. Os pido disculpas por la longitud de los posts. Sin más dilación, y esperando que os guste, os dejo con El Alquimista Ambicioso y la Forma del Destino.
El mago creía poder dominar al destino sin comprender que, por ser hombre, el destino siempre lo dominaría a él.
Desquiciado por el demente frenesí de la ambición desmedida, el arrogante hombrecillo (apenas un escuálido haz en el oscuro manto de sombras que cubría el habitáculo) resplandecía bajo el influjo de antiguos salmos de arcano poder.
Convertido el cuadrado cuartillo en geografía casi exclusiva de sus días, instalado de manera perpetua en aquel momento olvidado del paso de las horas y los días, de la vida y de la muerte misma, el desgarbado ser diluía los restos de su cordura en una danza que, de tan ridícula ejecución, remitía al enigma de un poder incognoscible, alejado de cualquier sombra de razón. Una magia oscura. Terrible. Y perdido cualquier resto de color en las negras cuencas hundidas, los ojos, ocultos como rateros, recorrían a hurtadillas el habitáculo con la certeza de quien actúa conforme a un plan milimétricamente trazado y estudiado durante años. Allá donde se posaban, el cuerpo les seguía y se deshacía en un paso más de aquel extraño baile, arrojando al fogón algún elemento de cuantos se amontonaban en los estantes repletos de frascos, libros, pergaminos y polvo, resto de los años que encontraron su sentido en el futuro: en la finalidad marcada en aquel día, en aquella hora, en aquel instante.
Frente a él, la enorme marmita hervía con la impetuosa impaciencia de los momentos señalados, y es que, de no tratarse de un objeto de cocina, de no contener su panzudo interior más que una complicada combinación de elementos, casi una receta de elaborada preparación, el brillo irradiado desde dentro, intenso e inevitable, podría confundirse con una señal, el rastro dejado por alguna divinidad para borrar cualquier duda sobre la trascendencia de aquel momento, de aquel hecho convertido, por instantes, en el centro de la creación. O en la creación misma. Como si en aquel habitáculo se cocinase todo un universo y el mago no fuese si no el demiurgo supremo.
Solo si, claro, la anodina cotidianeidad de los elementos no alejasen cualquier pretensión de divinidad de los ojos de un observador imparcial.
Pero el mago no era un observador imparcial. En sus actos se adivina la extrema avidez de quien persigue una utopía: la gloria suprema. Y es que los anhelos del mago no se alejan demasiado de la intención divina. Lo que el mago quiere, lo que siempre ha querido, es dominar el tiempo, rescatarlo de las fuerzas que lo apresan y lo hacen un camino lineal y anodino, estricto y cerrado, para desplegarlo ante sus ojos como un tapiz. Como un mapa. La cartografía definitiva de todo cuanto ha sido, es y será.
Y en la leyenda, reducidas a la apariencia de meros símbolos sin consistencia, tantas y tantas vidas sin más significado que la mera irrelevancia de la humanidad.
Porque en este momento, en torno al mago, todo lo humano se desnuda de importancia.
El brillo emanado del caldero adquirió tonalidades casi etéreas, extendiéndose por el habitáculo y adueñándose de cada átomo del aire, de cada brizna de polvo y sombra. De pronto, todo cuanto se ocultaba se reveló con una fuerza inusitada, un ímpetu reservado tan solo a aquello que se presenta por vez primera. Y el mago comprende que ya nada es como era. Ha rebasado una frontera, y la osadía de su paso señala, con la ambivalencia permitida a lo supremo, un principio y un final. Una muerte y un comienzo. El de una nueva era cuyas reglas brotarán exclusivamente de su mano.
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